Escribir sobre Madrid supone un gran ejercicio de autocrítica. Describir la ciudad donde has vivido desde siempre, donde has sufrido y has disfrutado de todos los devenires de la vida te divide entre la alabanza y la crítica. Conocer sus virtudes y sus fallas deja una opinión agridulce de la que es difícil deshacerse para decantarse por las palabras que elegir. Al final, lo que queda, es dejar que las frases fluyan y salga el verdadero sentimiento. Este es mi Madrid.
Fuertes ramas frondosas soportan de norte a sur
el bullicio de la fauna metropolitana
nacida de sus viejas calles bañadas
por el joven sol de primavera.
De todo el mundo vienen gentes dispares
a ver las sorpresas que brotan cada día
haciendo de esta ciudad un cálido refugio,
un dulce hogar.
En sus plazas gentes de todos los colores
hablan cien lenguas distintas
mientras admiran la valentía de sus formas
y la ternura de sus habitantes
ansiosos por mostrar a sus invitados
su gran obra, su morada.
El verde claro asoma sobre el gris
despertando el ambiente festivo
en los primeros días de mayo,
haciendo los preparativos para que a mitad de año
la ciudad se desvanezca, muera,
y resucite con ánimo renovado
y nuevas esperanzas en septiembre.
Durante estos días
la soledad invade sus calles, plazas y parques.
Hiberna bajo un sol de justicia,
mientras los extraños corretean por sus callejas
intentando descubrir qué hace de esta ciudad
una de las más grandes del mundo.
No hay un alma que no sienta
que esta ciudad le llama
a convertirse en su hogar,
pues las gentes, el clima, el aroma
que desprende su perfume
cautiva desde el primer momento
en que se sienten sus entrañas,
su calor desde el suelo y su aire fresco desde la sierra,
desde la intimidad de los barrios del centro
o desde el jolgorio de sus amplias avenidas.
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